Adolescències…

Adolescencias robadas

Por Bruno Bimbi

Jueves 1 de marzo del 2012

Estábamos reunidos en una plaza. Éramos compañeros del secundario y creábamos una agrupación estudiantil. Era casi de noche. El chico rubio me llamó tanto la atención que, de repente, me olvidé del tema de discusión, sin entender ni preguntarme por qué. Sólo supe — así, sin dudas — que nos haríamos amigos, porque ‘amigo’ era lo único que concebía que pudiera ser de otro chico. No entendía por qué tenía un deseo tan fuerte de comenzar una amistad con alguien a quien apenas conocía, pero lo cierto es que nos hicimos muy amigos.

Cuando nuestra amistad ya era tan importante que no entendíamos cómo haríamos para vivir sin ella, el chico rubio me convenció de lo que mis compañeras no habían podido: que me vistiera más moderno, que me cortara el pelo con más onda, que además de ir a reuniones del centro de estudiantes, fuera a boliches y fiestas, que hiciera cosas prohibidas para menores de dieciocho antes de cumplirlos, que me divirtiera más. Y me vestí con la ropa que él me regalaba, me corté el pelo igual a él, salí a bailar con él, nos divertimos juntos.

Él se levantaba a todas las minitas. Yo lo acompañaba, lo esperaba, lo escuchaba cuando él me contaba; yo no me daba cuenta. Un día estábamos tirados en el balcón de su casa y me dijo que estaba tan caliente — éramos adolescentes, las hormonas enloquecidas — que cogería hasta conmigo, y hoy recuerdo que pensé lo que en ese momento no registré que acababa de pensar. Fue un flash, un impulso, un escalofrío; después la censura y el olvido, todo en una fracción de segundo. No le contesté. Cambiamos de tema y el tiempo pasó y él siguió cambiando de novias y a mí me eligieron secretario general de la juventud del partido y un día me di cuenta de que ya tenía veintitrés y el sexo me aburría. El sexo me aburría.

Era como una promesa incumplida. Yo ejercía mi mandato, más por obligación que por ganas, imitando a los demás, pero no recibía a cambio los placeres que mi amigo me contaba luego de sus incursiones en el cuerpo femenino. Lo peor era el beso: no tenía gusto a nada. Era un trámite necesario para ponerla, una entrada que había que pagar para pasar al siguiente nivel, con algo de satisfacción física seguida de una incomprensible sensación de que algo no funcionaba. Se me terminó la adolescencia y no llegué a descubrir la combinación de la cerradura que abriera la puerta al paraíso que mi amigo juraba que existía y que yo, claro, fingía conocer.

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